VACIEDAD E INTRASCENDENCIA EN UNA NOVELA DE MICHEL HOUELLEBECQ, por Luis Kong
En
la contratapa de la voluminosa novela El
mapa y el territorio (Anagrama,
2010), del renombrado escritor francés Michel Houellebecq (1958) se
alcanza a leer: “El arte, el dinero, el amor, la relación con el
padre, la muerte, el trabajo, Francia convertida en un paraíso
turístico son algunos de los temas de esta novela decididamente
clásica y abiertamente moderna”.
Nada más alejado de la verdad. Esta novela no es ni clásica ni
abiertamente moderna. Es una novela posmoderna. Si nos atenemos,
sensu stricto,
al concepto con que la academia define lo clásico,
esto es, una obra que trasciende el paso fluctuante del tiempo e
incorpora, en su unidad de sentido y estilo, los grandes temas de la
humanidad, El mapa y
el territorio está
lejos de tributar a esta definición. Tampoco es moderna, no solo
porque este periodo histórico culmina cronológicamente, como todos
sabemos, en el siglo XIX, sino porque –y este punto sí que es
relevante a considerar-, la ideología moderna preconiza el triunfo
de la razón absoluta, la fe irrestricta e inconmovible en los
grandes metarrelatos de la ciencia y en la cultura de la exclusión
de las minorías sociales y culturales. Y en esta novela de
Houellebecq todo es incerteza, relativismo ético y disolución
evanescente del yo.
Prefiero
decir que la novela de Houellebecq es posmoderna a secas, sin más
atributos. Tiene el sello inconfundible de la levedad insoportable
del ser a que hace alusión Milan Kundera en su notable novela de
1984. Es el espejo vicioso de una realidad que se ha gestado en la
dinámica social de una cultura lucrativa, elitista, narcisista,
cínica y compulsivamente hedonista. Los personajes se consumen en lo
que Albert Camus llamaría la náusea de vivir, la cosificación, el
soporífero asco de estar vivo y no tener el coraje de asumirse en la
viscosidad cotidiana.
Jed
Martin, el protagonista, es el antihéroe de este escenario
posmoderno. Pero es un antihéroe muy particular: es un artista, es
fotógrafo y pintor. Reflexiona (sin mucho entusiasmo, pero –a
veces- con incisiva ironía) en la trascendencia estética del arte,
en la espiritualidad del creador, en las corrientes de vanguardia, en
la arquitectura urbana funcional. Las relaciones amorosas son
pasajeras y vacías. Una madre suicida y un padre infeliz que solo
busca consuelo en la lucrativa eutanasia suiza, trazan una infancia y
una adolescencia frágil e inestable. La inconsistencia del espíritu
artístico de J. Martin queda en evidencia cuando deja la fotografía
publicitaria poco rentable y decide buscar mejores rumbos económicos
en la pintura comercial. Quizás esta es la mirada más interesante y
atractiva de la novela de Houellebecq y es la razón principal que me
lleva a valorarla literariamente: la mercantilización del arte en la
actual sociedad de consumo.
Cuando
el escritor moderno decimonónico pierde (negocia o le es arrebatada)
su condición de artista solitario y misántropo y es subsumido en la
poderosa maquinaria de la producción y consumo cultural del siglo
XX, pasa a convertirse, ipso
facto, en un
empleado asalariado de una editorial. Se convierte, de este modo, en
un agente productor de una mercancía cultural que es su obra,
cumpliéndose la profecía alienante de Marx, debido a la explotación
ejercida por el modelo capitalista. El artista ya no es considerado o
valorado como persona en sí, sino en función de su valor económico,
esto es, como mano de obra que permite la multiplicación del capital
de la industria cultural. Así, el cuadro, la canción, la escultura,
la fotografía, la novela, pasan a ser productos de consumo y el
artista se reinventa comercialmente bajo la figura de un vendedor
independiente de su servicio o de un obrero cultural asalariado, bajo
el alero de alguna empresa cultural. El efecto inmediato que se
percibe en el arte es, por cierto, su desublimación. La pérdida del
valor en sí
en beneficio del valor para
sí. Como
contraparte instantánea, la celebridad mediática del artista
adiciona un valor comercial agregado a la obra, a veces,
independientemente de su calidad intrínseca.
Houellebecq
centra precisamente su mirada en esta situación particular del arte
posmoderno (aunque, digámoslo también, usufructa de esta
mercantilización, mediante las ventas lucrativas de Anagrama). La
desproporcionada tasación comercial de las obras artísticas, los
shoppings lucrativos de las galerías de arte, el esnobismo de las
celebridades, la parafernalia festiva de los circuitos “culturales”,
forman parte de una escenografía en la que el arte se transa según
la tendencia fluctuante de las modas y la celebridad pasajera y
mediática del autor.
¿Hay
algo, en suma, más representativo de los tiempos que corren que la
levedad insignificante del ser? ¿hay algo más intrascendente y
huero que la vida que impone la matriz cultural posmoderna? En
verdad, ¿finalmente todo se desvanece en el aire de una existencia
sin certezas, sin profundidad espiritual, en medio del salvaje
capitalismo de las emociones? La consiga es: nada une, nada
permanece, todo muta en una espiral donde las relaciones terminan por
reducirse a la aeróbica sexual, al nomadismo sentimental, al trueque
emocional costo-beneficio, al ni-ahísmo generacional, al
individualismo y al relativismo cínico y oportunista.
La
maestría del autor para incorporarse como protagonista de su obra y
deslindar el relato en los límites del thriller policial o la novela
negra es, a mi juicio, secundario y menos relevante que el desolado
escenario de la decadencia posmoderna. Pero que no se tergiverse la
mirada que propongo aquí: hay una crítica complaciente y tibia en
la novela de Houellebecq, no una insurrección de puños alzados
contra las hegemonías capitalistas dominantes y los enclaves de
poder. El protagonista se aburre de sí mismo, pero no lucha
denodadamente contra los jinetes del apocalipsis posmoderno, apenas
rezonga, transa con el medio, no es insurrecto, no se desespera, no
quiere cambiar nada, se desmorona simplemente junto a la viscosidad
que describe con lucidez inapelable.