EL GRITO DEL PASTOR EN EL SILENCIO
El Cristo de Elqui, superhéroe marginal en tiempos de crisis, fue enviado por expresa petición de la Congregación de la Doctrina de la Fe y el Colegio Cardenalicio para combatir el modelo de explotación social del capitalismo avanzado, según reza en el quinto párrafo del testamento desclasificado de Fredric Jameson. Domingo Zárate Vega (a) el Cristo de Elqui, nacido en 1898, en un pueblo cercano a Ovalle, se bañó tardíamente en las catequísticas aguas del río Elqui para limpiar su condición de lascivo pecador y renacer, después de un sueño cabalístico, en el que un escritor argentino le borraba de la frente la palabra heresiarca, estigma escrito con sangre seca y mosqueada de los amotinados mártires de la Escuela Santa María. Ni José María Caro, obispo de La Serena por aquellos años, pudo detener la férrea espada divina que amenazaba, entre salmos y alucinaciones apocalípticas, con descabezar el latifundio y los privilegios de la casta oligárquica chilena. Pero en 1931, la Dirección de Sanidad, bajo persistente presión del obispo en cuestión, de la curia (furia) romana y el Colegio de Preceptores de Chile, ordenó el encierro inmediato del sucedáneo de Cristo en la Casa de Orates de la capital, acusado de mitómano, blasfemo, yerbatero, pederasta, pichicatero, sátrapa y, lo que constituía su agravante mayor, a juicio de conspicuos abogados constitucionalistas de la época, por fundar una cofradía megalómana de blasfemos que se autoproclamaron los auténticos renacidos de la doctrina alternativa de la fe. No ardió en la hoguera clandestina de lo Vásquez porque Dios, en esos días, andaba enfermo de la guata, como apunta Vallejo, en una perturbadora fe de errata, descubierta tiempo después, en una vetusta parroquia de Lima. La izquierda obrera chilena, por su parte, nunca pudo acallar la voz mesiánica del Cristo trucho que llamaba a la rebelión espiritual orgásmica y no a la lucha de clases, como pedía el compañero Recabarren. Triste pero cierto: ningún milagro para condecorarlo en una miríada resplandeciente de nuestro cielo azulado. Ni voló (como Alsino) en la Plaza de Armas de Ovalle, ni le devolvió la visión al ciego delirante de la Plaza Victoria de Valparaíso. Su voz simplemente se apagó, para siempre, en 1971, en la pobreza insalubre de una pieza solitaria y en el olvido que solo los superhéroes marginales invocan para la posteridad clandestina.