Una lectura atenta de los análisis post-electorales en la prensa no oficial nos conduce a una recurrente lamentación presa de contrasentidos. Por una parte, esta prensa se lamenta a grandes voces del triunfo de Piñera y acusa a la Concertación de haberle abonado a éste su camino a la presidencia; por otra, en esta misma prensa se insiste al mismo tiempo hasta la majadería que la Alianza por Chile y la Concertación son una y la misma cosa, puesto que ambos conglomerados han sido sostenedores del proyecto pinochetista que ha combinado en estos últimos veinte años un neoliberalismo a tajo abierto en lo económico con una democracia protegida en lo político.
Ahora bien, si Piñera a todas luces representa la continuidad de un modelo de sociedad transado en las postrimerías de los años ochenta, ¿a qué se debe la alharaca de unos y otros de verlo hoy triunfante como presidente electo? Tampoco entiendo muy bien por qué en la prensa crítica hay una fijación por dirigir sus dardos contra Sebastián Piñera como persona; ¿es que la situación sería distinta con Lavín, Espina o Jovino Novoa en la presidencia? Por otra parte, ¿no es acaso cínico y ridículo a la vez que la Concertación haya hecho un llamado a formar un solo frente opositor contra Sebastián Piñera, sabiendo que se trata de un miembro de su propia familia? No olvidemos, por favor, que esa “política de los acuerdos” tan mentada en estos días alude justamente a aquellas ocasiones en que demócratacristianos y socialistas se sentaron –no pocas veces- en torno a una misma mesa con Sebastián Piñera y compañía, y negociaron con éstos gran parte de las políticas nefastas que los chilenos aún padecen. Por lo tanto, nada tendría de extraño o escandaloso que algún conspicuo personero de la Concertación pasara a formar parte del futuro gobierno de la Alianza por Chile.
También, es de sumo provecho recordar hoy que esa política de los acuerdos hizo de la Transición chilena una seguidilla de gobiernos cívico-militares, como queda brillantemente demostrado en el libro de Ascanio Cavallo, “La historia oculta de la Transición.” Espero que tengamos presente en la memoria el co-gobierno cívico-militar de Patricio Aylwin, en el que Pinochet se dio el lujo de montar un enclave autoritario con poderes de facto que forzó a un periodo de componendas y arreglines, en el que brilló, entre otros, Enrique Correa, el más grande negociador socialista de todos los tiempos. Para nadie, entonces, puede ser un misterio -salvo para un cerril y senil P. Aylwin- que las legislaturas que van desde él mismo hasta la de Bachelet no son sino sucesivos co-gobiernos de las dos formaciones binominalmente en ejercicio, co-gestores (¿cogoteros?) además de un modelo heredado y sucesivamente consensuado, de modo que las diferencias que pudiera haber en torno a su manejo y desarrollo han sido puramente retóricas.
Sobre el modelo finalmente resultante e impuesto ya se ha escrito bastante; sin embargo, yo quisiera añadir mis propias reflexiones, aun a sabiendas de que este asunto ha sido abordado con mayor agudeza y autoridad por polemistas como Diamela Eltit (ver su artículo “Costos y castas: Chile, el paraíso más enfermo del consumo” ) y Lavín Mujica en el enjundioso “Claves filosóficas para entender la sed de poder de Sebastián Piñera”.
Yo diría que el neoliberalismo debilita pero no siempre hasta el límite de la pobreza. El neoliberalismo avasalla, aplasta, arrasa y disgrega hasta reducir a sus “enemigos internos” a un estado de precariedad a todo nivel y en todo terreno. Así, las modernizaciones “refundacionales” emprendidas por Pinochet y los civiles a su cargo, y “retocadas” en las últimas dos décadas por sus herederos, nos han dejado un CHILE PRECARIO implantado a lo largo y ancho de todo su tejido social; por ejemplo, en el político (democracia protegida, binominalismo); en el económico (privatizaciones, “flexibilidad laboral”, AFP); en el educativo(municipalización, control ideológico, segregación escolar) y en lo cultural (domesticación, banalización, farándula). El neoliberalismo pretende que la precariedad creada resulte irremontable y que las “ventajas comparativas” conseguidas gracias a aquélla” sean –ojalá-imperecederas. En este marco, ¿cuál ha sido el aporte de la Concertación? Ni más ni menos que el de haber evitado que el modelo neoliberal se orientase hacia el abismo de una pobreza irreversible, re-orientándolo hacia una precariedad soportable, lo que constituye una re-interpretación “humanista” del neoliberalismo, forzándolo a disminuir o disimular sus CHOREOS monumentales hacia arriba y obligándolo a soltar sus CHORREOS hacia abajo; de allí los bonos de unos y de otros, lo que yo llamo ‘la sociedad precaria bono-factora’, sobre la que tanto han escrito, entre otros, los ensayistas Alain Touraine y Vidal-Beneyto.
Después del 17 de enero, hemos venido escuchando voces concertacionistas llamando a la refundación del conglomerado (Carolina Tohá); también hay llamados a remozar los partidos que lo integran como un paso más hacia la renovación. Sin embargo, esperar cambios ideológicos en su interior y creer, por ejemplo, que el triunfo de Piñera forzará a la Concertación a desplazarse bruscamente hacia la izquierda es sumamente ingenuo. Lo es también pensar que ahora aquélla recibirá en su seno a nuevos partidos. En verdad, dentro del esquema binominal vigente, la Concertación no necesita de cambios de ningún tipo; más bien, tiene futuro, y mucho, independientemente de refundaciones improvisadas y rejuvenecimientos perentorios. Sería además una ingenuidad tremenda esperar de la Concertación una autocrítica o siquiera pedírsela. Lágrimas habrá, pero serán de cocodrilo; como las vertidas en el Museo de la Memoria, puesto que Frei Ruiz- Tagle, años antes, se había negado a recibir en la Moneda a dirigentes de Derechos Humanos. En fin, el Museo es el último gesto “progresista” de una Bachelet saliente, lo que muchos interpretarán como un ‘bono de reparación’ a falta de justicia.
En el futuro, la Concertación se enfrentará a una sola amenaza: la de un escenario político de grandes movilizaciones sociales de protesta que obliguen a plebiscitar la Constitución pinochetista de 1980, con la esperanza de reemplazarla por una Carta Fundamental genuinamente democrática que ponga fin, entre otros puntos, al sistema binominal y lo sustituya por uno proporcional que asegure en el Parlamento la diversidad ideológica, donde no sólo la Izquierda pueda expresarse sino también el así llamado “progresismo” con el cual Frei Ruiz-Tagle se llenó tanto la boca durante su campaña presidencial. Ahora bien, para mitigar esta amenaza o distraerla, vemos ya que la Concertación ha optado por la poco sutil táctica de las “infiltraciones pactadas”. Así, en el Parlamento de la era-Piñera que se inicia en marzo habrá tres diputados del Partido Comunista.
¿Qué ocurrirá si la estratagema de la infiltración se hace “sistémica” y tanto la Izquierda como el progresismo se apartan de la tarea verdadera que les corresponde? Bueno, se formarán colas de “infiltradores” a la espera de su turno y es posible que hasta el mismísimo “Rumpy” llegue así algún día a ocupar una silla “grado tres” en el Senado. Con esta práctica, entre desesperada y picaresca, le estaremos diciendo adiós a las urgencias de una Asamblea Constituyente en pro de una nueva Constitución. Además, con una izquierda y un progresismo enredados en el proceso de infiltrarse permanentemente en el duro cuero de chancho del sistema binominal, se le estará haciendo un gran favor al exitoso galán de la teledemocracia chilena, Marco Enríquez Ominami, pues si éste fue capaz de conseguir en menos de seis meses el 20 por ciento del electorado, bien podría sorprendernos con un jugoso 51% en las presidenciales del 2014. Por lo tanto, Ominami podría gobernar completamente solo, como aquel monarca del “Principito” sin súbditos ni asesores en un reino devastado.
Reviso una y otra vez la prensa chilena digital progresista y de izquierda, y en ninguna parte vislumbro siquiera un análisis de los caminos a seguir. Toda la maquinaria crítica va dirigida contra la Concertación, el neoliberalismo y contra Sebastián Piñera. En toda esta prensa izquierdista descontenta, criticona y plañidera hay un escamoteo, un leve gesto de autocensura. Siento que la cuestión de fondo no surge, no aparece por ningún lado. Para mí, las preguntas esenciales son éstas: ¿Por qué, en veinte años, la izquierda representada en el Juntos Podemos Más y el progresismo que gira en torno a él, no han podido convertirse en una alternativa de gobierno? ¿Por qué, en términos electorales, éstos no han pasado, en dos décadas, del cinco por ciento? ¿Por qué las ideas de esta izquierda y de este progresismo no han podido convertirse en una cuestión nacional? ¿Cómo explicar su marginalidad? ¿Por qué estas ideas tan sensatas y justas no prenden en los sectores populares? ¿Por qué posiciones progresistas y de izquierda han ganado bastante terreno en Brasil, Venezuela, Bolivia y Ecuador pero no en nuestro país?
Hagamos un poco de historia para percibir con mayor nitidez el drama que nos ocupa. Poco antes del Golpe, el 4 de septiembre de 1973, en la que fue la última concentración de apoyo al gobierno de la Unidad Popular, Salvador Allende convocó en Santiago a un millón de adherentes, es decir, tres o cuatro veces más del apoyo que la Izquierda ha tenido A NIVEL NACIONAL en las elecciones de los últimos años. Y si de elecciones estamos hablando, recordemos que en 1970 la Izquierda llegó al gobierno con una votación del treinta y seis por ciento. Luego, en las parlamentarias de marzo de 1973, el apoyo ciudadano ascendió al cuarenta y tres. Por desgracia, es necesario medirse de cara a estos parámetros y no ante el reciente y paliducho seis por ciento de Jorge Arrate, quien canoso y melenudo ha querido convertirse, bien intencionadamente por cierto, en el Allende del siglo XXI. Sin embargo, una cosa es el voluntarismo y muy otra, el desarrollo de una FUERZA PROPIA, de la que la Izquierda de hoy está huérfana y desposeída. ¿Por qué?
Convengamos en que el golpe militar de 1973 no sólo significó el derrocamiento de un gobierno democráticamente elegido; con aquél, la burguesía chilena se propuso desterrar para siempre de suelo chileno las ideas de igualdad y solidaridad, en un proyecto oligárquico de hacer imposible el retorno al país por muchos años de las ideas de justicia social; también, el de provocar en ellas su debilitamiento al máximo y el de postergar permanentemente su recuperación, sometiendo al ideario de izquierda y progresista a una constante dispersión y deshilachamiento. Ahora bien, si un estado de esta naturaleza es reversible, ¿dónde nos encontramos hoy y qué estamos haciendo?
Digamos, finalmente, que una fuerza propia y la cultura política que la acompaña no se construyen de la noche a la mañana. Entre la fundación por los obreros Abdón Díaz y Maximiliano Vera de la primera mancomunal obrera en 1902, en Iquique, y la victoria de la Unidad Popular en 1970 median casi setenta años de lucha incesante del Movimiento Obrero y Popular, teñidas de triunfos y derrotas; conquistas y retrocesos; de matanzas y resurrecciones. Pero el dato es irrefutable: se requirió más de medio siglo para que la Izquierda insertara en el corazón de la sociedad chilena la cultura por el cambio, la necesidad de construir una sociedad más justa e igualitaria. Salvador Allende, cuyo ideario político es además un método de trabajo, sostenía que más importante que conquistar votos era ganar conciencias, con lo cual engarzaba el trabajo político con la creación de una cultura por la transformación, tarea frente a la cual los chilenos nos volvemos a encontrar más de un siglo después, como si nos halláramos en el Norte Grande en los mismísimos albores del siglo veinte, en un descampado o desierto con toda una OBRA GRUESA por hacer y con los materiales de construcción y los recursos humanos a la vista. Edgar Morin lo ha dicho mucho más claro que yo en “El elogio de la metamorfosis”. Cito:
Ahora bien, si Piñera a todas luces representa la continuidad de un modelo de sociedad transado en las postrimerías de los años ochenta, ¿a qué se debe la alharaca de unos y otros de verlo hoy triunfante como presidente electo? Tampoco entiendo muy bien por qué en la prensa crítica hay una fijación por dirigir sus dardos contra Sebastián Piñera como persona; ¿es que la situación sería distinta con Lavín, Espina o Jovino Novoa en la presidencia? Por otra parte, ¿no es acaso cínico y ridículo a la vez que la Concertación haya hecho un llamado a formar un solo frente opositor contra Sebastián Piñera, sabiendo que se trata de un miembro de su propia familia? No olvidemos, por favor, que esa “política de los acuerdos” tan mentada en estos días alude justamente a aquellas ocasiones en que demócratacristianos y socialistas se sentaron –no pocas veces- en torno a una misma mesa con Sebastián Piñera y compañía, y negociaron con éstos gran parte de las políticas nefastas que los chilenos aún padecen. Por lo tanto, nada tendría de extraño o escandaloso que algún conspicuo personero de la Concertación pasara a formar parte del futuro gobierno de la Alianza por Chile.
También, es de sumo provecho recordar hoy que esa política de los acuerdos hizo de la Transición chilena una seguidilla de gobiernos cívico-militares, como queda brillantemente demostrado en el libro de Ascanio Cavallo, “La historia oculta de la Transición.” Espero que tengamos presente en la memoria el co-gobierno cívico-militar de Patricio Aylwin, en el que Pinochet se dio el lujo de montar un enclave autoritario con poderes de facto que forzó a un periodo de componendas y arreglines, en el que brilló, entre otros, Enrique Correa, el más grande negociador socialista de todos los tiempos. Para nadie, entonces, puede ser un misterio -salvo para un cerril y senil P. Aylwin- que las legislaturas que van desde él mismo hasta la de Bachelet no son sino sucesivos co-gobiernos de las dos formaciones binominalmente en ejercicio, co-gestores (¿cogoteros?) además de un modelo heredado y sucesivamente consensuado, de modo que las diferencias que pudiera haber en torno a su manejo y desarrollo han sido puramente retóricas.
Sobre el modelo finalmente resultante e impuesto ya se ha escrito bastante; sin embargo, yo quisiera añadir mis propias reflexiones, aun a sabiendas de que este asunto ha sido abordado con mayor agudeza y autoridad por polemistas como Diamela Eltit (ver su artículo “Costos y castas: Chile, el paraíso más enfermo del consumo” ) y Lavín Mujica en el enjundioso “Claves filosóficas para entender la sed de poder de Sebastián Piñera”.
Yo diría que el neoliberalismo debilita pero no siempre hasta el límite de la pobreza. El neoliberalismo avasalla, aplasta, arrasa y disgrega hasta reducir a sus “enemigos internos” a un estado de precariedad a todo nivel y en todo terreno. Así, las modernizaciones “refundacionales” emprendidas por Pinochet y los civiles a su cargo, y “retocadas” en las últimas dos décadas por sus herederos, nos han dejado un CHILE PRECARIO implantado a lo largo y ancho de todo su tejido social; por ejemplo, en el político (democracia protegida, binominalismo); en el económico (privatizaciones, “flexibilidad laboral”, AFP); en el educativo(municipalización, control ideológico, segregación escolar) y en lo cultural (domesticación, banalización, farándula). El neoliberalismo pretende que la precariedad creada resulte irremontable y que las “ventajas comparativas” conseguidas gracias a aquélla” sean –ojalá-imperecederas. En este marco, ¿cuál ha sido el aporte de la Concertación? Ni más ni menos que el de haber evitado que el modelo neoliberal se orientase hacia el abismo de una pobreza irreversible, re-orientándolo hacia una precariedad soportable, lo que constituye una re-interpretación “humanista” del neoliberalismo, forzándolo a disminuir o disimular sus CHOREOS monumentales hacia arriba y obligándolo a soltar sus CHORREOS hacia abajo; de allí los bonos de unos y de otros, lo que yo llamo ‘la sociedad precaria bono-factora’, sobre la que tanto han escrito, entre otros, los ensayistas Alain Touraine y Vidal-Beneyto.
Después del 17 de enero, hemos venido escuchando voces concertacionistas llamando a la refundación del conglomerado (Carolina Tohá); también hay llamados a remozar los partidos que lo integran como un paso más hacia la renovación. Sin embargo, esperar cambios ideológicos en su interior y creer, por ejemplo, que el triunfo de Piñera forzará a la Concertación a desplazarse bruscamente hacia la izquierda es sumamente ingenuo. Lo es también pensar que ahora aquélla recibirá en su seno a nuevos partidos. En verdad, dentro del esquema binominal vigente, la Concertación no necesita de cambios de ningún tipo; más bien, tiene futuro, y mucho, independientemente de refundaciones improvisadas y rejuvenecimientos perentorios. Sería además una ingenuidad tremenda esperar de la Concertación una autocrítica o siquiera pedírsela. Lágrimas habrá, pero serán de cocodrilo; como las vertidas en el Museo de la Memoria, puesto que Frei Ruiz- Tagle, años antes, se había negado a recibir en la Moneda a dirigentes de Derechos Humanos. En fin, el Museo es el último gesto “progresista” de una Bachelet saliente, lo que muchos interpretarán como un ‘bono de reparación’ a falta de justicia.
En el futuro, la Concertación se enfrentará a una sola amenaza: la de un escenario político de grandes movilizaciones sociales de protesta que obliguen a plebiscitar la Constitución pinochetista de 1980, con la esperanza de reemplazarla por una Carta Fundamental genuinamente democrática que ponga fin, entre otros puntos, al sistema binominal y lo sustituya por uno proporcional que asegure en el Parlamento la diversidad ideológica, donde no sólo la Izquierda pueda expresarse sino también el así llamado “progresismo” con el cual Frei Ruiz-Tagle se llenó tanto la boca durante su campaña presidencial. Ahora bien, para mitigar esta amenaza o distraerla, vemos ya que la Concertación ha optado por la poco sutil táctica de las “infiltraciones pactadas”. Así, en el Parlamento de la era-Piñera que se inicia en marzo habrá tres diputados del Partido Comunista.
¿Qué ocurrirá si la estratagema de la infiltración se hace “sistémica” y tanto la Izquierda como el progresismo se apartan de la tarea verdadera que les corresponde? Bueno, se formarán colas de “infiltradores” a la espera de su turno y es posible que hasta el mismísimo “Rumpy” llegue así algún día a ocupar una silla “grado tres” en el Senado. Con esta práctica, entre desesperada y picaresca, le estaremos diciendo adiós a las urgencias de una Asamblea Constituyente en pro de una nueva Constitución. Además, con una izquierda y un progresismo enredados en el proceso de infiltrarse permanentemente en el duro cuero de chancho del sistema binominal, se le estará haciendo un gran favor al exitoso galán de la teledemocracia chilena, Marco Enríquez Ominami, pues si éste fue capaz de conseguir en menos de seis meses el 20 por ciento del electorado, bien podría sorprendernos con un jugoso 51% en las presidenciales del 2014. Por lo tanto, Ominami podría gobernar completamente solo, como aquel monarca del “Principito” sin súbditos ni asesores en un reino devastado.
Reviso una y otra vez la prensa chilena digital progresista y de izquierda, y en ninguna parte vislumbro siquiera un análisis de los caminos a seguir. Toda la maquinaria crítica va dirigida contra la Concertación, el neoliberalismo y contra Sebastián Piñera. En toda esta prensa izquierdista descontenta, criticona y plañidera hay un escamoteo, un leve gesto de autocensura. Siento que la cuestión de fondo no surge, no aparece por ningún lado. Para mí, las preguntas esenciales son éstas: ¿Por qué, en veinte años, la izquierda representada en el Juntos Podemos Más y el progresismo que gira en torno a él, no han podido convertirse en una alternativa de gobierno? ¿Por qué, en términos electorales, éstos no han pasado, en dos décadas, del cinco por ciento? ¿Por qué las ideas de esta izquierda y de este progresismo no han podido convertirse en una cuestión nacional? ¿Cómo explicar su marginalidad? ¿Por qué estas ideas tan sensatas y justas no prenden en los sectores populares? ¿Por qué posiciones progresistas y de izquierda han ganado bastante terreno en Brasil, Venezuela, Bolivia y Ecuador pero no en nuestro país?
Hagamos un poco de historia para percibir con mayor nitidez el drama que nos ocupa. Poco antes del Golpe, el 4 de septiembre de 1973, en la que fue la última concentración de apoyo al gobierno de la Unidad Popular, Salvador Allende convocó en Santiago a un millón de adherentes, es decir, tres o cuatro veces más del apoyo que la Izquierda ha tenido A NIVEL NACIONAL en las elecciones de los últimos años. Y si de elecciones estamos hablando, recordemos que en 1970 la Izquierda llegó al gobierno con una votación del treinta y seis por ciento. Luego, en las parlamentarias de marzo de 1973, el apoyo ciudadano ascendió al cuarenta y tres. Por desgracia, es necesario medirse de cara a estos parámetros y no ante el reciente y paliducho seis por ciento de Jorge Arrate, quien canoso y melenudo ha querido convertirse, bien intencionadamente por cierto, en el Allende del siglo XXI. Sin embargo, una cosa es el voluntarismo y muy otra, el desarrollo de una FUERZA PROPIA, de la que la Izquierda de hoy está huérfana y desposeída. ¿Por qué?
Convengamos en que el golpe militar de 1973 no sólo significó el derrocamiento de un gobierno democráticamente elegido; con aquél, la burguesía chilena se propuso desterrar para siempre de suelo chileno las ideas de igualdad y solidaridad, en un proyecto oligárquico de hacer imposible el retorno al país por muchos años de las ideas de justicia social; también, el de provocar en ellas su debilitamiento al máximo y el de postergar permanentemente su recuperación, sometiendo al ideario de izquierda y progresista a una constante dispersión y deshilachamiento. Ahora bien, si un estado de esta naturaleza es reversible, ¿dónde nos encontramos hoy y qué estamos haciendo?
Digamos, finalmente, que una fuerza propia y la cultura política que la acompaña no se construyen de la noche a la mañana. Entre la fundación por los obreros Abdón Díaz y Maximiliano Vera de la primera mancomunal obrera en 1902, en Iquique, y la victoria de la Unidad Popular en 1970 median casi setenta años de lucha incesante del Movimiento Obrero y Popular, teñidas de triunfos y derrotas; conquistas y retrocesos; de matanzas y resurrecciones. Pero el dato es irrefutable: se requirió más de medio siglo para que la Izquierda insertara en el corazón de la sociedad chilena la cultura por el cambio, la necesidad de construir una sociedad más justa e igualitaria. Salvador Allende, cuyo ideario político es además un método de trabajo, sostenía que más importante que conquistar votos era ganar conciencias, con lo cual engarzaba el trabajo político con la creación de una cultura por la transformación, tarea frente a la cual los chilenos nos volvemos a encontrar más de un siglo después, como si nos halláramos en el Norte Grande en los mismísimos albores del siglo veinte, en un descampado o desierto con toda una OBRA GRUESA por hacer y con los materiales de construcción y los recursos humanos a la vista. Edgar Morin lo ha dicho mucho más claro que yo en “El elogio de la metamorfosis”. Cito:
“El socialismo nació en algunas mentes autodidactas y marginalizadas del siglo XIX, para convertirse en una formidable fuerza histórica en el XX. Hoy, hay que volver a pensarlo todo. Hay que comenzar de nuevo.
De hecho, todo ha recomenzado, pero sin que nos hayamos dado cuenta. Estamos en los comienzos, modestos, invisibles, marginales, dispersos. Pues ya existe, en todos los continentes, una efervescencia creativa, una multitud de iniciativas locales en el sentido de la regeneración económica, social, política, cognitiva, educativa, étnica, o de la reforma de vida.
Estas iniciativas no se conocen unas a otras; ninguna Administración las enumera, ningún partido se da por enterado. Pero son el vivero del futuro. Se trata de reconocerlas, de censarlas, de compararlas, de catalogarlas y de conjugarlas en una pluralidad de caminos reformadores. Son estas vías múltiples las que, al desarrollarse conjuntamente, se conjugarán para formar la vía nueva que podría conducirnos hacia la todavía invisible e inconcebible metamorfosis.”
Y tú, Izquierda mía, ¿estás ahí? ¿O tendremos que morirnos en un país sin nombre, sin casa y sin nada?
De hecho, todo ha recomenzado, pero sin que nos hayamos dado cuenta. Estamos en los comienzos, modestos, invisibles, marginales, dispersos. Pues ya existe, en todos los continentes, una efervescencia creativa, una multitud de iniciativas locales en el sentido de la regeneración económica, social, política, cognitiva, educativa, étnica, o de la reforma de vida.
Estas iniciativas no se conocen unas a otras; ninguna Administración las enumera, ningún partido se da por enterado. Pero son el vivero del futuro. Se trata de reconocerlas, de censarlas, de compararlas, de catalogarlas y de conjugarlas en una pluralidad de caminos reformadores. Son estas vías múltiples las que, al desarrollarse conjuntamente, se conjugarán para formar la vía nueva que podría conducirnos hacia la todavía invisible e inconcebible metamorfosis.”
Y tú, Izquierda mía, ¿estás ahí? ¿O tendremos que morirnos en un país sin nombre, sin casa y sin nada?