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viernes, 1 de enero de 2010

LETRAS / El último premio Cervantes

El Premio Cervantes del año 2009 ha sido para un poeta, el mexicano José Emilio Pacheco (1939). La escritora Elena Poniatowska ha homenajeado al ganador con un soberbio artículo publicado recientemente en EL PAIS y que el lector puede consultar AQUÍ.

A su vez, sugiero a mis desocupados lectores que se den una vueltecita por el sitio OTRO CANAL, donde Cristián Warnken, el creador y conductor del programa "Una belleza nueva", reúne de un solo golpe todas sus entrevistas a destacadas personalidades de las letras, el arte y la ciencia. En ÉSTA, del 2004, Warnken conversa largo y tendido con el laureado José Emilio Pacheco, a quien, por lo demás, podemos escuchar en este otro enlace, con la voz del autor mexicano leyéndonos su poema “Ecuación de primer grado con una incógnita”.


Por mi parte, propongo la lectura de este magnífico texto de Pacheco, incluido en la ya legendaria antología “POESIA EN MOVIMIENTO/México 1915-1966”, publicada por Siglo veintiuno editores hace exactamente cuarenta y tres años.

DE ALGÚN TIEMPO A ESTA PARTE

I
Aquí está el sol con su único ojo, la boca escupefuego
que no se hastía de calcinar la eternidad. Aquí está
como un rey derrotado que mira desde el trono
la dispersión de sus vasallos.
Algunas veces, el pobre sol, el heraldo del día
que te afrenta y vulnera, se posaba en su cuerpo,
decorando de luz todo lo que fue amado.
Hoy se limita a entrar por la ventana y te avisa
que ya han dado las siete y tienes por delante la expiación
de tu condena: los papeles que sobrenadan en la oficina,
las sonrisas que los otros te escupen, la esperanza, el recuerdo...
y la palabra: tu enemiga, tu muerte, tus raíces.

II
El día que cumpliste nueve años, levantaste en la playa
un castillo de arena. Sus fosos comunicaban con el mar,
sus patios hospedaron la reverberación del sol,
sus almenas eran incrustaciones de coral y reflejos.
Una legión de extraños se congregó para admirar tu obra.
Veías sus panzas comidas por el vello,
las piernas de las mujeres,
mordidas por cruentas noches y deseos.
Saciado de escuchar que tu castillo era perfecto,
volviste a casa, lleno de vanidad.
Han pasado doce años desde entonces,
y a menudo regresas a la playa,
intentas encontrar restos de aquel castillo.
Acusan el flujo y al reflujo de su demolición.
Pero no son culpables las mareas: tú sabes
que alguien lo abolió a patadas – y que algún día
el mar volverá a edificarlo.

III
En el último día del mundo –cuando ya no haya infierno,
tiempo ni mañana –dirás su nombre incontaminado de cenizas,
de perdones y miedo. Su nombre alto y purísimo,
como ese roto instante que la trajo a tu lado.

IV
Suena el mar. La antigua lámpara del alba incendia el pecho
de las oscuras islas. El gran buque zozobra, anegado de soledad.
Y en la escalera herida por las horas, de pie como un minuto abierto,
se demora la noche.
Los seres de la playa tejieron laberintos en el ojo del náufrago,
próximo a ser oleaje, fiel rebaño del tiempo. Alga, litoral verde,
muchacha destruida que danza y brilla cuando el sol la visita.

V
De algún tiempo a esta parte, las cosas tienen para ti
el sabor acre de lo que muere y de lo que comienza.
Áspero triunfo de tu misma derrota, viviste cada día
con la coraza de la irrealidad. El año enfermo te dejó
en rehenes algunas fechas que te cercan y humillan,
algunas horas que no volverán pero que viven
su confusión en la memoria.
Comenzaste a morir y a darte cuenta de que el misterio
no va a extenuarse nunca. El despertar es un bosque de hallazgos,
un milagro que recupera lo perdido y que destruye lo ganado.
Y el día futuro, una miseria que te encuentra solo:
inventando y puliendo tus palabras.
Caminas y prosigues y atraviesas tu historia.
Mírate extraño y solo, de algún tiempo a esta parte.


[José Emilio Pacheco, Los elementos de la noche, 1963]

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